Sthendal se definió a sí mismo como “un observador del corazón humano”, que vivió enamorado del amor. Su célebre teoría de la cristalización en el amor, dio origen a numerosas novelas psicológicas…
A Henri Beyle no le gustaba lo que veía al mirarse en el espejo, cuando se afeitaba todas las mañanas en su pequeña buhardilla ubicada en el número 71 de la rue de Richelieu, en París. Su cara era demasiado redonda, roja en extremo, con una nariz desproporcionada, frente pesada y ojos pequeños en exceso. Por esa razón, sus compañeros del regimiento napoleónico donde servía le llamaban le chinois. El desprecio que sentía por su físico le hacía esmerarse en escoger trajes muy llamativos, para desviar las miradas hacia su cuerpo, que tampoco le agradaba por la desproporción entre sus cortas piernas y vientre abultado.
Sin embargo, sentimientos delicados, pasiones incontrolables y nervios demasiado sensibles, se encerraban en ese grosero organismo que ninguna mujer deseaba amar. Henri sabía que solo el talento, la galantería y la seducción de las palabras, podrían compensar su ausencia de belleza física. Como él no concebía una felicidad comparable a la que daba una mujer, se divertía paseándose por los salones de París fingiendo, cortejando e interesando a las damas, excitándoles su curiosidad.
Nacido en Grenoble, muy cerca de los Alpes franceses, la muerte prematura de su madre, a quien adoraba, y la presencia de un padre a quien odiaba, le obligaron a mudarse muy joven a París. Allí tenía un pariente rico de nombre Pedro Darus, quien con el tiempo fue conde y colaborador de Bonaparte. Darus le consiguió un trabajo en el Ministerio de Guerra, y en funciones administrativas viajó a Italia con las tropas napoleónicas, sin jamás entrar en el campo de batalla.
¡Qué hermosas le resultaban a Henri las damas italianas! Con solo diecisiete años, galanteaba uniformado enfrente a la magnífica Scala de Milán, descubriendo su pasión por la ópera y por las bailarinas estilizadas. ¡Qué trajes! ¡Cuanta sofisticación! Desde Milán, donde contrae una enfermedad venérea llamada en ese entonces “mal francés”, porque fue introducida en Italia por los soldados del Condestable de Borbón, Henri vuelve a París en el año 1803. Luego, lo envían a Marsella y en 1806 a Alemania, con su flamante uniforme militar.
En 1809 el ministerio le asigna una misión en Viena, donde acude al funeral del célebre compositor Joseph Haydn. El Réquiem de Mozart inunda las viejas paredes de la oscura iglesia; suena “Don Juan” y Beethoven descarga su genio sobre la sensibilidad musical de Henri, quien no olvidará este momento jamás.
Durante el esplendor del Imperio Napoleónico, Henri vuelve a París y pasa un tiempo tranquilo comiendo diariamente en el Café de Foy. Se viste con el mejor sastre, se convierte en amante de una bailarina llamada Bereyter y se dedica a estudiar lo que más le apasiona: El amor. Ya tiene treinta años y su éxito con las mujeres le cubre de felicidad. Ahora la vida es mucho más hermosa. Tiene dinero, es un oficial exitoso, pero por mala fortuna, hay guerra otra vez y lo envían a Moscú con correo para el Emperador. De Moscú pasa a Milán de nuevo hasta 1821 y luego regresa a París, para renunciar a sus cargos en el ministerio. Quiere su libertad, y se dedica a escribir crónicas de sus andanzas por Europa. Henri adopta el nombre de Stendhal, tomado de una pequeña ciudad prusiana famosa por sus fiestas de carnaval. Las Cartas sobre Haydn, su Historia de la Pintura y sus escritos sobre Roma, Florencia o Nápoles, tienen muy poco brillo. Son consideradas plagios o copias modificadas. Se queda sin dinero y su éxito con las mujeres se aleja, lo cual le causa una depresión que lo lleva al borde del suicidio. Su único refugio es la escritura. Después de redactar un magro testamento, escribe sin parar hasta producir una de sus obras maestras: Rojo y negro.
Triunfos otra vez. Lo nombran Cónsul en Civitavecchia en el año 1831, pero vive la mayor parte del tiempo en París, dejando las funciones consulares en un gris asistente. En el año 1839 escribe la que fue su obra más conocida: La Cartuja de Parma. Ambas piezas colocaron a Sthendal en la gloria póstuma. Henri se describe a sí mismo por medio de Julien y Fabrice, personajes excepcionales repletos de pasiones, celos, intrigas y amor. En esas páginas Henri confiesa sus complejos, miedos y desengaños amorosos. Hasta se atrevió a explicar el amor pasional casi enfermizo que sintió por su madre, cuando solo era un niño.
La muerte sorprendió a Sthendal en 1842, mientras caminaba frente al edificio de la Bolsa de París. Su entierro en una tumba con el nombre supuesto de Arrigo Beyle, ubicada en la cuarta fila, número 11 del cementerio de Montmartre, no hizo sino iniciar la búsqueda de respuestas a la vida de este ser intelectual y sensual. Sthendal se definió a sí mismo como “un observador del corazón humano”, que vivió enamorado del amor. Su célebre teoría de la cristalización en el amor, dio origen a numerosas novelas psicológicas. También nos dejó el “síndrome de Stendhal”, que habla de vértigos por intoxicación de arte y belleza, que le ocurrieron en las escaleras de la Basílica di Santa Croce, en Florencia. Ya se cumplieron 150 años del fallecimiento de este apasionado genio de las letras.
Fuente : alvaromont@francisco-lara